Según James Churchward, Mu no era solo un continente, sino la cuna de la humanidad, un vasto paraíso en el Pacífico donde floreció una civilización avanzada, mucho antes de que Egipto levantara sus pirámides o Sumeria escribiera sus tablillas de arcilla. En sus textos, describía a Mu como un lugar de gran conocimiento, donde la ciencia y la espiritualidad estaban entrelazadas, y donde los antiguos gobernantes poseían un poder que hoy solo podemos imaginar.
Pero la grandeza de Mu no estaba destinada a perdurar. En un cataclismo de proporciones inimaginables, la tierra tembló, los volcanes rugieron y el suelo mismo se partió en dos. Según Churchward, la civilización de Mu estaba construida sobre enormes cámaras subterráneas llenas de gas, y cuando estas colapsaron, el continente entero fue devorado por el océano. En cuestión de días, la gran nación de Mu desapareció sin dejar rastro, sus templos y ciudades tragados por las aguas, dejando atrás solo las leyendas susurradas por los descendientes de sus sobrevivientes.
Churchward aseguraba que los pocos que escaparon llevaron consigo el legado de Mu, sembrando su sabiduría en culturas posteriores. Afirmaba que Japón, Egipto, India y los pueblos mayas e incas eran herederos de este conocimiento perdido. Veía en las estructuras megalíticas, en los símbolos antiguos y en los misterios de las lenguas olvidadas, las huellas de una civilización que el tiempo intentó borrar.
A pesar de la falta de evidencia científica, el mito de Mu sigue vivo, atrapado entre la historia y la fantasía, entre la verdad y el deseo de creer que alguna vez existió una tierra donde los dioses caminaban entre los hombres, y donde el conocimiento de los antiguos aún espera ser redescubierto.